Corría el año 1983 y el mes de Marzo mandaba tañir las campanas de las escuelas de la Provincia. Las Delicias, paraje del Departamento Pellegrini, no era la excepción.
En aquella época mi experiencia docente como maestro de grado era la adquirida en el año anterior, en la misma escuela del citado paraje que contaba con un reducido número familias en su entorno.
Recuerdo que un kilómetro antes de llegar al Escuela Nº 915, yendo de Santiago Capital, la ruta estaba asfaltada. Debía recorrer 130 kilómetros y desde allí a Nueva Esperanza, cabecera del departamento, otros 70 u 80 kilómetros de recorrido prácticamente por tierra, el ripio casi no se notaba.
La escuela de Las Delicias, ubicada a un costado de la ruta ,era, por ese entonces, de 2da categoría, de jornada simple y con una inscripción aproximada de 100 alumnos, de 1º a 7mo grado. La zona era “D”, lo que significa que la comunidad carecía de varios servicios imprescindibles para la gente del lugar como por ejemplo atención primaria de la salud ( solo contaban con un enfermero no titulado), Agua Potable, Energía Eléctrica, Servicio regular de transporte publico de pasajeros, comercios, Instituciones Públicas en general.
En mi recuerdo se conjugan tanto el paisaje con las pocas casas que componían ese paraje en el que la escuela tenía su destacado protagonismo, como el cruce de las majadas, vacunos y yeguarizos, empecinados en beber agua del pozo público (no potable pare el consumo humano).
Ubicado en el patio del frente del edificio escolar, veo ( en mi memoria) aparecer distintos grupos de niños: algunos caminado, otros en bicicleta y los menos a lomo de caballo o burro, por los caminos orientados hacia los cuatro puntos cardinales.
Del norte venían los Pavón, Luna, Mansilla, Palma, Fariña .......
Del sur, los Orellana, Salas, Navarro, Santos, Ledesma.....
Del este, los Santillán eran muchos, los Moya, Santos y Gómez.....
Del oeste, los Córdoba, Jaime, Chávez, Jiménez y Pereyra.....
Todos ellos provenían de parajes como Tordillo Punko, El Retiro, El Porvenir, La Aurora, San Javier, San José, La Cañada, El Redil y obviamente Las Delicias.
No faltaban las denuncias por las rencillas entre los niños que dirimían diferencias en los caminos durante el trayecto que compartían para llegar a la escuela o en su regreso. En algunos casos caminaban más de 5 kilómetros, un verdadero sacrificio para los chicos tanto en invierno como en verano.
En la estación de frío, solíamos reunirlos alrededor de una fogata para calentar sus manos, que parecían un trozo de hielo y en las aulas había que poner brazas para acondicionar el ambiente.
En ese mismo año (1983), mi desempeño docente correspondía al 3er grado, del prototipo tradicional de la escuela primaria del sistema educativo de nuestro país.
En ese entonces, entre las tareas preliminares al inicio de las clases, figuraban la higiene general del local escolar y su predio, los materiales didácticos, reuniones de personal, matrícula y las visitas domiciliarias contempladas en las normas escolares. Estas visitas se hacían por diversos motivos, pero el que más pesaba era el hecho de que las mismas permitían captar alumnos potenciales, a los cuales sus padres no enviaban ala escuela, muchas veces por motivos triviales: había padres, por ejemplo, que veían muy pequeño al niño de seis años y esperaban a que “estén mas duritos” (siete u ocho años) para inscribirlos. Esto no sucedía cuando los padres percibían salarios y ayuda escolar. Otros argumentaban que los niños debían acompañar a sus abuelos, aunque en realidad éstos se desenvolvían con total autonomía en la casa.
Y así, otras causas, que se podría decir, de poco fundamento lógico, al menos para mí.
En una de mis visitas, en Las Delicias, llegue a la casa de los Pereyra. Este matrimonio estaba compuesto por dos personas jóvenes de cuya unión tenían tres hijos. La mayor una niña “Ramonita”, quien padecía de hipoacusia severa y, que, no había concurrido nunca a una escuela.
En esta visita pude hacer una pregunta, confieso que dude antes de hacerla pues no imaginaba como la tomarían los progenitores de la niña en cuestión. Pregunte si tenían interés en enviar a su hija, que ya tenia entre 10 u 11 años de edad, a la escuela. Los note sorprendidos por mi pregunta y percibí que no les interesaba, o al menos, que no estaban preparados para acompañar semejante empresa. Creí, en ese momento, que el matrimonio veía, en su hija sordomuda, un impedimento total como para recibir una educación escolar.
En cambio, la niña dio muestras gestuales como si hubiera captado mi interés porque ella fuera a la escuela. Me lo demostró la gran sonrisa dibujada en su cara y el apuro de mostrar bordados y tejidos que había aprendido de su madre.
Transcurrieron los meses de Marzo y abril sin que Ramonita fuera a la escuela. Y mi esperanza de tenerla como alumna se iba desvaneciendo poco a poco.
De pronto, en los días sucesivos, el hermano menor de la niña, alumno regular de la escuela, me hacía comentarios cada vez mas seguidos de que su hermana concurriría a clases. Entonces brotaba en mi nuevamente la esperanza.
Ante esta insistencia del niño yo le contestaba que era bueno, que podía venir, que era bueno para ella.
Una mañana, antes de iniciar las actividades diarias, en las que se hacía la formación y el izamiento de la bandera, comenzó en el patio escolar un murmullo generalizado y un alboroto entre los educandos, donde los más extrovertidos gritaban “¡La Ramonita, La Ramonita, viene la Ramonita!”.
Recuerdo no haber estado tan asombrado como el resto de mis pares y sobre todo el directivo, que no creía oportuno el ingreso de la niña en el ámbito escolar. Quizá mi falta de asombro se debía al desafío que significaba afrontar esa situación, o probablemente, en aquel entonces, me pareciera injusto que esa niña no contara con la oportunidad de educarse formalmente, o tal vez, a las ganas y el ímpetu de un joven y novel maestro.
Todos los ojos puestos en Ramonita, quien hacía su entrada tímidamente, rodeada de los alumnos que eran sus vecinos, tomada de la mano de su hermano menor.
Con la otra mano, sostenía un cuaderno que apretaba contra su pecho. Su mirada parecía no ver nada; fija en algún punto. Si percibía ser observada bajaba la mirada.
Como algo natural, para no llamar más la atención, me aproximé a la niña y toque su pelo renegrido, sostenido por un gran moño blanco de cinta. La invité a pasar y, al toque de campana, los alumnos no me dieron tiempo a ubicarla en la fila de 1er grado, pues ella venía con la condición de ser alumna del maestro Guzmán, o sea yo.
Ubicada en la fila buscó su estatura, que no costo trabajo encontrar, porque era la más alta de todos.
¡Menudo problema el que debía enfrentar!: una niña hipoacúsica, que no había asistido nunca a la escuela, y que de pronto quería ingresar, nada menos que a tercer grado.
Mis pares y el directivo demasiada importancia no le dieron, como tampoco manifestaron objeción alguna. Lo cierto era que no se sentían involucrados para nada con ese tema que a mi me revolucionaba por completo; como docente y como persona.
Esa actitud de mis colegas por momentos me exacerbaba y enojaba. No podía creer que, por lo menos, ni me alentaran en tan difícil desafío. Por momentos, el desgano y la falta de fuerzas buscaban apoderarse de mí, pero pensando en la niña y en su realidad, renacían las ganas de continuar.
Finalmente, Ramonita tuvo su primer día de clase. Jornada que paso entre su timidez y un estado de alerta para copiar todo cuanto se reproducía en la pizarra.
Mi ansiedad era notable y me llevo a intentar darle una atención personalizada. Recuerdo ese primer día y alguno de los siguientes muy parecidos. Le daba a recortar figuritas de revista para que las pegara en su cuaderno y allí con mi letra escribía lo que representaba cada figura. Ramonita copiaba increíblemente idéntico, por decirlo de alguna manera, inclusive copiaba hasta los dibujos. Y si de copiar se trataba, en su cuaderno estaba la réplica de la pizarra.
Ramonita era una “niña adulta” sabía hacer cosas de grande en lo que ha quehaceres domésticos respecta. Cuidar cuando se esta cocinando al sopa, atizar el fuego para mantener la hoguera, barrer el patio, bordar, lavar los utencillos de cocina, y la ropa… entre otras tareas.
Por ello creo que le costo un poco socializar con los demás niños en la escuela; había cosas que no toleraba, por ejemplo, los forcejeos, tironeos en los recreos (juego común entre niños) que ella los iba aceptando a medias y de a poco. Era muy selectiva a la hora de aceptar “juntas”.
Los primeros tiempos, recuerdo, que se mantenía silenciosa y retraída en los rincones. Por suerte eso cambio con el correr de las semanas.
Todo parecía normal y aún me retumban mis propias voces, ponderando ante los chicos y los adultos, el trabajo de Ramonita.
Corrieron las semanas y esa rutinización segó mi mirada, creí que todo tendría un buen final. Pero grande fue mi sorpresa cuando comencé a comprobar que la niña no producía nada en realidad y fue cuando comenzó el calvario para mi y supongo que también para ella.
Entre mi exagerada gesticulación y mi improvisado lenguaje de señas, pretendía que la alumna captará consignas, mensajes, tareas, entre otras cuestiones.
Me llamaba la atención su mirada, con eso ojitos achinados y oscuros, con una expresión de no entender que estaba pasando. Y en respuesta, por momentos se volvía demandante y en otros, retraída e insegura para hacer sus trabajos.
Después de esas semanas, que no recuerdo cuantas, pronto se fue apagando la pasión de Ramonita por la escuela. Sus visitas al aula se tornaron esporádicas y en mi se clavo el puñal de la duda: ¿Eran sus límites? ¿Acaso mi Inexperiencia?¿Era el entorno indiferente?. En esos momentos no quise aceptar derrota alguna, ni darme por vencido. Tenia una gran voluntad y algo de esperanza, por ellos, en una de mis vistas a mi hogar de origen, en la capital, me quede un día hábil y fui en busca de orientación especializada. En aquel entonces, funcionaba la escuela denominada para “niños especiales”. Llegue a esa institución, pregunte por una autoridad y me atendió una psicopedagoga, Directivo de dicha escuela. Le comente la situación de Ramonita entrando en detalles de cómo intentaba enseñarle, pero que yo no veía frutos en el aprendizaje de la misma.
Recuerdo que la docente por poco no se cae de la silla, y tomando el rostro con ambas manos, no dejaba de decirme que con mi actitud le recordaba a cada instante que la niña era distinta a los demás.
Con solo esa aclaración sentí tener una nueva herramienta para insistir con Ramonita. Pero ya en aula, los límites comenzaron a acentuarse. La niña venia mucho menos a clase y yo había tomado conciencia que no estaba preparado, ni mínimamente para trabajar con niños con capacidades especiales.
Por ello adhiero y acuerdo con que en estas cuestiones de la educación formal, con todo lo que implican sus procesos, no basta contar solo con buena voluntad. La cuestión requiere de saber qué, cómo y para qué se esta haciendo lo que se hace.
De hecho, a los 26 años de carrera docente, de haber intentado y participando en diferentes capacitaciones, veo en aquella experiencia a un joven con ímpetu, buenas intenciones pero sin los saberes necesarios para afrontar nuevos proyectos.
Hoy puedo afirmar que lo hice con todo respeto, con la mejor intención y con entrega, y aun así no alcanzo.
Es por ello que exhorto a los jóvenes docentes a no tener miedo de los nuevos desafíos que se le presenten en su carrera, sí, en cambio, buscar el apoyo necesario en las áreas y disciplinas en las que no hayan sido formados. Para garantizar, de esta manera, buenos resultados y evitar que otras “Ramonitas” abandonen la Escuela.
Miguel Ángel Guzman
Supervisor Escolar de Nivel Primario.
Zona Nº 23 Aguirre, Mitre, Salavina.
Santiago del Estero
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